
Desde siempre la vida en aquel lugar había sido dura y poco agradecida. Era un pueblo costero en el que habitaba una comunidad de pescadores que vivía del mar que tenía tan cerca. Aunque el océano les proporcionaba todos los recursos que necesitaban para vivir, les exigía, al mismo tiempo, un gran esfuerzo y una dura entrega, ya que la costa en la que se hallaban era muy abrupta y el mar fiero y mortal en más de una ocasión. Los grandes y rocosos acantilados daban forma a gran parte del litoral, y las mareas y, sobretodo, las fuertes corrientes y vientos que dominaban en la zona, hacían que aventurarse en el mar fuera, normalmente, una actividad muy peligrosa. Los grandes navíos que se veían obligados a navegar cerca de Morelia intentaban pasar lo más lejos posible del lugar, ya que este era conocido desde antiguo, por los mortales naufragios que delimitaban su historia.
Alejo había vivido siempre en Morelia, como la mayoría, sino todos, de sus habitantes. Sus padres habían muerto siendo él muy joven, lo que había hecho que fuera una persona de muy pocas palabras, tranquilo, observador y más bien solitario. La mayoría de las veces se le veía solo y siempre que podía abandonaba el pueblo por el sendero que se internaba en el bosque y conducía a uno de los promontorios que se alzaba sólido e inexpugnable sobre el furioso mar. Normalmente se sentaba en una de las frías rocas que afloraba en el suelo, y se pasaba interminables horas observando el horizonte.
Sus vecinos se sorprendían de la asiduidad de sus paseos y se preguntaban qué motivo le hacía ir hasta allí tan a menudo. Como Alejo no compartía las costumbres de sus compañeros de edad, sino que las rehuía siempre que podía, la gente hablaba de él más bien como de alguien extraño o enfermo, de alguien realmente raro e incluso molesto.
Fueron muchos los días, meses y años que invirtió Alejo en sus solitarias visitas a las rocas, y mientras que a los demás les parecía que no hacía nada más que perder el tiempo y que su mente, de alguna forma extraña, se desocupaba o incluso llegaba a algún tipo de éxtasis estático, Alejo no dejaba de pensar en el motivo que lo dirigía desde siempre ahí.
Un día a todo el pueblo le sorprendió la inesperada actividad que desplegó Alejo desde primera hora de la mañana. Ayudado por un carro comenzó a llevar material de trabajo al promontorio. Le costó varios viajes tener todo lo que creía necesario allá arriba. Cuando tuvo lo que necesitaba comenzó a trabajar con gran esfuerzo.
Sus conciudadanos estaban asombrados e incluso atemorizados algunos. Alejo iniciaba sus misteriosas actividades después de pescar y dedicaba también el domingo de descanso al trabajo. El pueblo debatía qué rayos estaba pasando allá arriba y cuál era el motivo que guiaba a Alejo. Algunos decían que estaba construyéndose un nuevo hogar en aquel lugar que tanto le gustaba; otros decían que había encontrado algo muy valioso y que estaba intentando apoderarse de él. Los que más decían que simplemente estaba enfermo, loco o incluso poseído por algún espíritu maligno, aunque nadie había intentado aún hablar con él.
Algunos meses más tarde, las gentes de Morelia decidieron enviar a alguien para que le preguntara a Alejo que estaba haciendo. Se decidieron por Lavinia, una chica de su edad que tenía algo parecido a una amistad desde niña con él. Lavinia emprendió el camino por el sendero que pronto le llevó al misterioso promontorio donde encontró a Alejo ocupado en su reservado trabajo.
Hola Alejo –le saludó.
Hola Lavinia –respondió sorprendido Alejo –¿Qué haces por aquí?
–He venido dando un largo paseo por el camino y he pensado en saludarte.
Alejo permaneció callado y sorprendido, sin saber que más decir.
–¿Qué es lo que estás haciendo? –le preguntó.
Alejo, que no acostumbraba a mantener conversaciones largas, casi no sabía que hacer o que responder – uhm … pues … uhm … creo que estoy construyendo algo.
–¿Algo como qué? –preguntó Lavinia. –¿es una casa?
–No, no, … no es una casa, es un faro.
Lavinia quedó totalmente sorprendida. –¿Un faro?
–Si, estoy construyendo un faro –Y dicho esto Alejo volvió al trabajo.
Lavinia permaneció varios minutos sin moverse mirando a Alejo, observando su recién descubierto secreto. Aún sorprendida dio media vuelta y volvió al pueblo. Allí la gente también se sorprendió cuando oyeron sus palabras. Alejo estaba construyendo un faro él solo.
Desde aquel día la curiosidad fue creciendo en Morelia. Los vecinos del pueblo casi no lo podían creer. Y el asombro iba aumentando día a día. Para muchos la construcción de Alejo no era más que otra prueba de su locura, o como mínimo de su estupidez. ¿Cómo estaba construyendo el faro y para qué? Poco a poco los vecinos del pueblo fueron subiendo al lugar para observar detenidamente el trabajo de su nuevo arquitecto y poco a poco el faro fue creciendo en altura.
Un día el mismo alcalde subió para poder hablar con Alejo. Cuando llegó cerca del faro saludó.
–Hola Alejo, buena tarde para trabajar, ¿eh?.
–Buenas tardes alcalde. –respondió Alejo.
–Mira, vengo a hablar contigo sobre tu faro, que parece que está llamando la atención de todos.
Alejo no supo que contestar.
–¿Me podrías explicar cuál es el motivo de todo esto y cuál es tu objetivo? –Preguntó el magistrado.
–Si alcalde –y Alejo se esforzó por responder a la pregunta –claro que sí. Como ya sabe durante mucho tiempo estuve subiendo aquí casi cada día, siempre que podía, y me quedaba solo pensando, ya que acostumbro a pensar mejor cuando estoy solo. Y pensaba en el mar que nos rodea. De cómo este lugar es tan peligroso y de cómo desde siempre nos ha amenazado aunque vivamos de los recursos que nos proporciona. Muchos barcos se han perdido en estas aguas (ya sabe que mis padres murieron en el mar) y nunca se ha hecho nada para protegernos. Entonces pensé que construir un faro nos ayudaría a nosotros mismos a luchar contra el mar y a otros barcos lejanos para que no se hundieran en estas costas tan peligrosas…
–Me sorprendes, Alejo, me sorprendes – dijo el alcalde – es curioso que seas tú quien diga y haga todo esto. Mira, desde siempre el mar ha sido así, nos da trabajo y comida, pero nos exige algo a cambio. Nos exige estar siempre pendiente de él. Aquel que se arriesga a navegar arriesga su vida cada día. Y Dios ha querido que aquí siempre fuera así, y no podemos hacer nada contra ello, ya que el mundo es así y siempre será así. Además, tú solo, sin ayuda de nadie, no podrás acabar nunca tu faro.
–No lo sé, alcalde –respondió Alejo– pero quiero construirlo, y poder ayudar así a la gente. Además, siempre he creído que el mundo es tal y como lo hacemos nosotros –y dicho esto Alejo volvió de nuevo al trabajo.
A medida que pasaba el tiempo los convecinos iban subiendo cada vez más al lugar donde se construía el faro. La mayoría solo subía para ver la nueva construcción y para reírse del trabajo de Alejo. Pero unos pocos comenzaron a ayudarle de tanto en tanto, aunque no entendiesen muy bien la obra de Alejo. De estos alguno le preguntó por qué se esforzaba en construir su faro con el mejor material que podía conseguir, normalmente piedra y cal como mortero, y porqué no utilizaba algún material menos sólido, ya que de esta forma el faro se construiría más rápidamente. Alejo les respondía que un faro era algo para siempre y que por eso tenía que construirse con el mejor material que pudiera, aunque esto significara avanzar más lentamente e invertir todo lo que poseía en la empresa. Otros le indicaban que el faro que construía no era un edificio bonito, y que sus formas eran más bien toscas y deslucidas. Alejo respondía a estos que él no era arquitecto, era un simple pescador, y que no construía un faro hermoso sino un buen faro.
Poco a poco la obra de Alejo se fue construyendo. Después de muchos años de esfuerzo y una dedicación plena llegó el día, en este caso la noche, en la cual Alejo alumbró desde su faro por primera vez el orgulloso y embravecido mar al que se enfrentaría a partir de ahora.
Aunque habían pasado diversos meses desde que el faro se había puesto en marcha y desde entonces no había habido ningún accidente mortal, alguno de los vecinos de Morelia comenzó a quejarse de la molesta luz que irradiaba el faro por las noches; alguno dijo, incluso, que aquella luz no le permitía dormir. Aún así Alejo no cesó en su empeño y cada noche, al ocultarse el sol por las montañas, ponía en funcionamiento su faro para guiar y proteger a todas las embarcaciones cercanas.

Pasados algunos años en los cuales el mar había respetado las vidas de los pescadores de Morelia, la naturaleza se rebeló en contra de su cautividad y atacó al pueblo de pescadores con una tormenta tan terrorífica que ningún viejo del lugar recordó algo similar. La tempestad duró toda una semana, en la cual la lluvia cayó sin descanso día y noche, y el viento sopló huracanado desde el amanecer hasta el atardecer. Ningún vecino pudo abandonar siquiera su casa sino era porque la mayoría de ellas no resistían la ira del viento y de la lluvia. Al octavo día ninguna de las viviendas del pueblo había resistido, tan solo su antigua iglesia, que dio cobijo a los afortunados que habían podido alojarse en ella. Cuando la tormenta pasó y la gente pudo volver a salir de los sótanos de sus casas y de sus zulos improvisados, observaron el gran destrozo que la lluvia y el viento habían infligido a Morelia. La imagen era desoladora. Pronto sus diezmados habitantes comenzaron a reunirse en la plaza y a contar sus bajas. Lavinia recordó que Alejo vivía en el faro, y todos fueron en busca de él para poder ayudarlo si es que aún podían. Tomaron el sendero del bosque esperando encontrar la construcción de Alejo destruida también. Pero la sorpresa los apresó a todos al ver que el faro aún estaba en pie, con algunas heridas en su estructura, pero en pie. Parecía que Alejo había corrido mejor suerte que sus convecinos.
Al llamar a la puerta Alejo tardó en responder, pero al fin la abrió viendo los aterrorizados semblantes de sus vecinos. El faro no solo había sobrevivido al terrible embate de la naturaleza sino que había seguido realizando su tarea de guía a los desafortunados barcos que habían tenido que navegar por la zona durante los días de tormenta. El gigantesco esfuerzo que Alejo había llevado a cabo durante tantos años había demostrado su validez. Aunque todos, al menos la mayoría, de sus vecinos se habían mofado en algún momento de él y de su idea, el faro le había salvado la vida y la de todos aquellos que se habían fijado en él, desde el mar, desde luego.
Fue entonces cuando Alejo se dirigió al alcalde, uno de los supervivientes de la catástrofe que se había refugiado de los primeros en la Iglesia, y al llegar delante de él le dijo: “El mundo no es nada más y nada menos que lo que nosotros hacemos de él”.
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Escrito por: Jorge Pisa Sánchez
Publicado originalmente en Magazine Diario Siglo XXI.
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