“El acompañamiento” en Cincómonos Espai d’Art: Música, ¡aprendices!

Las penas compartidas son menos penas.
Pero, ¿qué hay de las alegrías? ¿Estamos preparados para que nos trasciendan? ¿Pueden contagiarnos cuando es otro el que las consiguió con su propio esfuerzo?
Cincómonos Espai D’Art de Barcelona tiene una respuesta. Y podemos conocerla acudiendo a su llamada los sábados a las 21 h.

Para ello, disponen un escenario atiborrado de cachivaches. El amontonamiento, prodigioso a la hora de mantener el equilibrio físico, es la prueba evidente de que nos hemos trasladado a un lugar en el que moraremos bien encerrados.

Pero no se trata esta de una historia de claustrofobia emocional. Más bien todo lo contrario.

Asistiremos de la mano de Lucía Jurjo a un cara a cara entre dos amigos que hace tiempo que no practican. Pero impacientes por recuperar el tiempo que no estuvieron disponibles. Y el público será árbitro a lo largo del espectáculo a la hora de valorar la fidelidad y la evolución de su relación.

Jurjo acaricia el texto de Carlos Gorostiza con suma cautela: Sabe que pertenece casi por entero a sus intérpretes. Y lo que sobre, esas migajas en que consiste lo que no está escrito ni escenificado y que suele proseguir a los aplausos, nos lo llevamos los espectadores. Para intentar ser mejores personas. Para reconocer al regresar a casa que también nosotros fuimos sus personajes.

Este “Acompañamiento” opone a Jorge Salinas (entusiasta, arrollador, histrión encantador) bajo la piel de Tuco, empeñado en “cumplir su sueño día a día”, a Hector Grimber (cauto, gracioso, considerable en su contención), cuyo Sebastián aparece como conciencia políticamente correcta y que saldrá convenientemente ajusticiado del lance.

Lo demás es una excusa para abrir el debate: ¿Qué debe prevalecer en nuestra vida, la felicidad individual o bien la satisfacción del bienestar del entorno social?. Ese “demás” incluye una trama deliciosamente disparatada (un hombre decide enclaustrarse en la buhardilla de su casa para dar rienda suelta a su fantasía de juventud); un puñado de momentos entrañables (las gárgaras con vino para aclarar la voz musical; la soledad del quisquero de fondo ante la despreciable tipología de su clientela; el concierto desafinado por fin de ambos compinches de sueños no más rotos puesto que acaban de empezar a pegar; la guitarra imaginaria que acompaña los mejores deseos del aspirante a cantor) y algún que otro desbarajuste de ritmo (la compenetración de los actores sobrepasa a veces la identidad de los personajes).

 Por Juan Marea

ImageHector y Jorge, rozando su concierto 

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