¿Cuántas veces hemos necesitado que un profeta viniera a casa a sacarnos de nuestro encarcelamiento voluntario?
¿A que le hemos abierto la puerta de par en par cuando ha soltado su discurso tendencioso espiritual?
¿Y qué sucede entonces cuando ello conlleva que se hundan los cimientos de la comodidad doméstica?
La directora Anna Sarrablo acampa en el escenario del Almeria Teatre hasta el 27 de este mes intentando crear un oasis escénico para tres personajes a punto de la insolación por el caluroso consumismo, que se arrastran entre dunas de hermetismo emocional y sin más empuje que el espejismo de una nueva forma de vida supuestamente más auténtica y, por extensión, redentora.
“Desiertos” es el panorama dramatúrgico que constituye la arena de este espectáculo. Y en él, el dramaturgo Josep Pere Peyró juega de manera algo artificiosa con una pareja socialmente respetable pero que se desprecia en la intimidad por cuanto solo les une pagar unas facturas a medias. Él es un Xàvier Pàmies dinámico en sus soliloquios manipuladores iniciales, y patéticamente creíble al soltar una y otra vez su discurso de pragmatismo materialista. Ella, una Carla Ricart perseverante en su repulsa a romper el modus vivendi y cansina en su histrionismo. Y el recién llegado (Òscar Bosch), poco seguro en el alelamiento mental de su personaje, la luz que cegará a tan desquiciada pareja y también evidencia de los efectos secundarios de haber alcanzado la cima del éxito laboral.
La obra discurre por las vías de la tragicomedia más grotesca y logra sus momentos más insólitos cuando suelta amarre hacia una vertiente surrealista. Pero la condición marciana de la propuesta (y su mayor baza) se ve malograda por una dirección muy poco arriesgada al encorsetar la naturaleza alienante del texto dentro de los parámetros de la funcional comedia situacional (incluso vodevilesca). Tampoco ayuda la pobre dirección de actores, incapaces de escapar del estereotipo con que deben lidiar a lo largo de la función.
Pero algunos apuntes de la puesta en escena nos advierten de lo que estos “Desiertos” podrían haber llegado a sofocar la impasibilidad del público: la contundencia de los fogonazos visuales que introducen las diferentes escenas; el recurso a la cámara lenta cuando el ritmo es más enloquecido; el acierto de un decorado que resalta en las impersonales paredes del piso donde sucede el cataclismo argumental el vacío cotidiano de sus moradores; y ese dormitorio entrevisto a través de una cuarta pared superpuesta a la que separa a las criaturas escénicas de los desconcertados espectadores, y que señala con timidez la preocupante incomunicación de sus protagonistas durmientes.
Por Juan Marea