Ahora que estoy de semi-vacaciones en una urbanización de montaña, me ha venido a la memoria, yendo a comprar el pan a primera hora de la mañana, un recuerdo del pasado. Este no es otro que el disfruté, cuando era niño, de la que creo que ha sido la única sesión de cine de verano a la que he asistido nunca.
Os sitúo en el tiempo y en el espacio. Una urbanización de montaña a mediados de los años 80. Mi familia poseía (y posee) una torre en ella. Cada año la familia abandonaba la gran ciudad y nos íbamos allí de vacaciones, con todo lo que ello suponía en la venerada y ya saldada época analógica, esto es, una urbanización bastante grande, que no disponía de calles asfaltadas y mucho menos de iluminación nocturna, hecho este que hacía que el adjetivo “de montaña” estuviera muy presente. Para completar la descripción os indicaré que las basuras se recogían con un tractor que recorría las diversas calles de la urbanización varias veces a la semana.
No disponíamos de teléfono, al menos en nuestra casa, así que cuando llegábamos a la cabaña (nombre con el llamábamos a nuestra segunda residencia) quedábamos totalmente incomunicados, a veces durante más de un mes (algo impensable en la actualidad digital). Si necesitábamos llamar por teléfono, las soluciones eran las disponibles por aquellos entonces: pedírselo a algún vecino que sí tuviera teléfono (que no eran muchos); ir al bar-restaurante (que disponía de uno público) o ir a la cabina de teléfono (cuando estas aún tenían una función que realizar en nuestra sociedad). No hace falta indicar que los móviles e internet no existían.
Los chavales acostumbrábamos a entretenernos con las actividades más “molonas” de aquella época tan arcaica: jugar a la pelota (en cualquiera de sus variantes); jugar en la calle (a cualquier cosa que se nos ocurriese), ir a la piscina o pasar el rato más o menos distraídos con los amigos y amigas de la calle.
Pero un año, aunque no recuerdo cuando fue exactamente, el restaurante de la urbanización, situado junto a un pequeño estanque artificial en el que había peces y patos (me confirma mi madre que actualmente en el lago aún los hay) programó un “cine de verano” para los más peques. No recuerdo del todo las películas que se programaron durante aquel verano, ni si se programó más de una, y no tengo muy claro si la actividad se realizó en el marco de las fiestas de verano de la urbanización. De lo que sí que os puedo decir algo es de las condiciones de la “actividad”: no penséis que la sesión se hacía en una sala de cine que, claro está, la urbanización no poseía, sino en una de las salas del restaurante, en la cual, entre mesas, se sentaban el público asistente. Mi memoria, lastrada ya por el paso del tiempo, no me permite recordar el número de espectadores asistentes. Lo que sí que recuerdo es que fueron pocos y todos niños. Y la pantalla, una simple televisión de tamaño grande pero tampoco tanto.
La película que pude ver aquel año fue E.T. el extraterrestre. Como veis todo un peliculón. Os podéis imaginar que la actividad no tenía, me imagino, ninguna licencia y que los derechos de emisión, celosamente enumerados al inicio del video (porque la copia que vimos era evidentemente de video, ya que en aquel entonces no existía otra tecnología disponible), eran ninguneados por el organizador, como acostumbraba a pasar en otros ámbitos de exhibición pública.
Pues bien, esa fue la primera ocasión en la que vi la película, me imagino que en una época muy cercana a su estreno. E.T. no es un film que me apasione demasiado, a pesar de ser una cinta que mezclaba aventuras infantiles y ciencia-ficción al viejo estilo que Spielberg tan bien dominaba, de ser uno de los grandes clásicos de los 80 y de haber sido, si no me equivoco, la película más taquillera durante décadas. Me imagino que una de las razones de no haberle sabido encontrar el qué a la película fueron las condiciones en las que se desarrolló el visionado: en una pantalla de televisión, en la sala de un restaurante de urbanización y rodeado de algunos niños de mi edad, no demasiados, y con las persianas bajadas para crear ese ambiente “de cine”.
Pues bien, hoy en día ya no queda mucho de todo lo que os he contado, y lo que queda se ha transformado y mucho. Así de primeras, la urbanización tiene ya las calles asfaltadas y alumbrado público. Por lo que respecta a los teléfonos, no hace falta que os diga que cada uno posee el suyo móvil, si no más. Tanto es así, que la cabina de teléfono pública ha desaparecido y no creo que ninguno de los bares/restaurantes de la urbanización tenga teléfono público. La piscina ha sido transformada en un parque infantil, inaugurado hace poco, y si no me equivoco el restaurante que programó el “cine de verano” lo llevan en la actualidad unos chinos, algo muy propio de los tiempos en los que vivimos.
Aún así, la urbanización mantiene un cierto aspecto “vintage” de la época en la que de niño disfrutaba allí de las vacaciones estivales, aunque las nuevas viviendas rompan, aquí y allá, ese espejismo oldie. Los que no se desvanecerán nunca son los recuerdos infantiles (y no tanto) que se amasaron en ella y el hecho de que un verano pude asistir al estreno en el “cine de verano” programado en el restaurante de la urbanización, de uno de los clásicos del cine de los 80, una experiencia evocadora y casi mágica que no creo que pueda sustituir ninguno de los dispositivos móviles de que disponemos hoy en día, y mucho menos ninguna de las distracciones que estos proporcionan, por muchas quedadas de Pokemon Go que se organicen.
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Jorge Pisa