Rey, exilio y la Monarquía española

La llegada del Estado liberal y más tarde del Estado moderno no ha sido, visto lo visto, demasiado positiva para la monarquía española.

Si el siglo XIX comenzó ya mal para la institución con el acuerdo-expulsión de Carlos IV y Fernando VII por parte de Napoleón, en aquellos momentos amo y señor de Europa, y el nombramiento del hermano de este, José Bonaparte (1808 – 1813) como rey de España, la derrota del emperador francés y el regreso de Fernando VII el deseado (1814 – 1833), no supuso con el tiempo ninguna mejora.

El séptimo de los Fernandos españoles no destacó por sus formas liberales, y no fue hasta la regencia y el reinado de su hija Isabel II, que las reformas comenzaron su andadura en suelo español. Aún así, esta reina, por incapacidad propia o por la de sus sucesivos gabinetes, acabó exiliándose de nuestro país debido a la senda autoritaria de sus gobiernos y a la alargada sombra de corrupción que se cernía sobre la reina y la camarilla próxima al poder.

El reinado de Amadeo I (1871-1873), el nuevo rey buscado en Europa tras la expulsión de los Borbones, fue efímero y su abdicación desembocó en la proclamación en el año 1873 de la Primera República Española (1873 – 1874), también de corto recorrido.

Tras el fracaso del primer intento republicano español, regresaron los Borbones en la persona de Alfonso XII (1875 – 1885), el único monarca Borbón español que junto a Fernando VII murió en suelo patrio durante los siglos XIX y XX. A Alfonso XII le sucedió su hijo Alfonso XIII, cuyo reinado, tachado también de corrupción y mala gestión, en un momento en el que en Europa estaba en ascenso el fascismo, le llevó a exiliarse tras la victoria en las elecciones municipales de abril de 1931 de las candidaturas republicanas en la mayoría de capitales de provincia del país.

Tras el hiato de la Segunda República (1931 – 1936) llegó la Guerra Civil (1936 – 1939) y la dictadura franquista (1939 – 1975), dos de los episodios más dramáticos de la historia de nuestro país.

Los Borbones tuvieron una nueva oportunidad de reinar al final de la dictuadura, cuando en el año 1969 Juan Carlos I fue designado príncipe de España y sucesor a título de Rey. La Transición no llegó a nuestro país sin peligros que la acecharan, y Juan Carlos I tuvo un papel destacado a la hora de hacer fracasar el golpe de estado del año 1981, un protagonismo que estabilizó los primeros gobiernos democráticos y consolidó la figura del nuevo y joven monarca.

La historia, sin embargo, parece tozuda, y nos recuerda constantemente que las ansias y las ilusiones quedan, las más de las veces, aplastadas por la fría realidad. El currículo de Juan Carlos I ha ido oscureciéndose a medida que ha pasado el tiempo. A la que podríamos considerar su primera abdicación, tras su comportamiento poco ejemplar en plena crisis económica, accidentándose cazando elefantes en Botsuana en 2012 junto a la que se dice que era su amante, mientras en España se sufrían los golpes más duros de la crisis económica, se han ido sumando recientemente informaciones sobre la actuación presuntamente corrupta del monarca al recibir comisiones millonarias por sus gestiones en la construcción del AVE en la Meca, por la transferencia de estas a cuentas externas y por la investigación de cuentas opacas a su nombre en paraísos fiscales. Un cóctel este que afecta y de lleno a la Monarquía y a su actual representante, su hijo Felipe VI, al que la herencia de su padre pone en un grave apuro y también a la estructura institucional de un país que ha sufrido en los últimos tiempos un desgaste destacado.

Uno piensa, cuando puede, que la realidad es a veces más dura de lo que debería. Asistimos atónitos a constantes noticias que afean, por decirlo de algún modo, la imagen de nuestro país, incluso para nosotros mismos. Cuando comenzábamos a recuperarnos algo de la crisis económica, cuando el país parecía superar de alguna forma la parálisis política e institucional, cuando el Covid-19 hace estragos en la población y en la económica españolas, nos alcanza la deriva de un monarca emérito que abandona el país con nocturnidad y alevosía, todo ello envuelto en un oscuro halo de secretismo que hace que lo que podría haber sido una gestión más o menos aceptable de la crisis de la Corona se convierta en un hecho que genera chistes, sorpresa y decepción en la población española.

Fuera, incluso, del debate Monarquía – República, uno aspira a que sea quien sea quien gobierne o tenga responsabilidades de gobierno, al menos haga bien su trabajo, y no se engarce en comportamientos poco éticos comprometiendo la historia y la imagen de nuestro país y sobre todo, no defraude el trabajo de todos y todas aquellas que se esfuerzan día tras día rodeados de dificultades en tirar adelante con sus vidas y que necesitan, cada vez más, ejemplos claros de que sus responsables políticos trabajan no para enriquecerse ellos mismos, y aquí no me refiero tan solo a la monarquía, sino para mejorar las condiciones de vida de aquellos y aquellas a las que representan.
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Jorge Pisa